Rebeca realizaba los saludos al sol a medianoche y el savasana a la hora muerta, mejor conocida como las tres de la mañana. Quizás porque instruía a los espíritus en los milenarios beneficios del yoga. No era locura ni la vida oculta de una sacerdotisa yogui pregonando en la oscuridad. Simplemente, Rebeca era una instructora de yoga, sonámbula y amnésica.

Todo se fue dando en ese orden, de liberación a tragedia. Yo la conocí cuando Lucas, su esposo, me contrató al abrir La cofradía de los dados, un café diseñado para jugar juegos de mesa —en el inventario podías encontrar desde UNO y Monopoly a juegos de culto cuyos instructivos tenían grosor bíblico—.

Cuando inicié a trabajar en La cofradía, Rebeca era una exitosa abogada que ejercía como conciliadora en el Instituto de Justicia Alternativa del Estado. De un día a otro decidió renunciar a su carrera legal: se marchó a un retiro a un país en Asia, regresó a casa, inauguró su estudio de yoga, recayó en el sonambulismo de su adolescencia, cayó súbitamente por las escaleras de su departamento al hacer la postura del puente mientras dormía y perdió la memoria.

Fue diagnosticada con amnesia retrograda parcial, lo cual significa que había perdido de manera selectiva la mayoría de sus recuerdos previos a la caída. Conservaba los posiblemente más relevantes para ella, como su matrimonio, el fallecimiento de su padre y la mayoría de las asanas

Después de conocerla la vi pocas veces. Era raro que fuera a La cofradía, no era su tipo de lugar. Una noche después de un torneo de Catán, Lucas y yo nos quedamos hasta después del cierre acomodando los hexágonos de cartón, las figuras de plástico de las ciudades y las cartas en sus respectivas cajas y expansiones. En lo que terminábamos me confesó que Rebeca veía el café más como un hobby que como un negocio. Un lugar donde Lucas escapaba de su verdadero trabajo de consultor financiero para sumergirse en la nostalgia y despreocupación de la infancia, pero ahora con cervezas artesanales y mezcal disponible. Lo único que pude pensar era que su esposa era una perra.

Jamás hubiera imaginado que Rebeca y yo terminaríamos siendo una especie de amigas y cómplices.

Una vez que la dieron de alta del hospital, Lucas la empezó a llevar todos los días a La cofradía. Me dijo que no podía quedarse sola en el departamento y que su mamá no estaba en condiciones de cuidarla. Me prometió que no sería una carga para mí, solo estaría sentada realizando las recomendaciones del médico: redactar un diario de recuerdos, escuchar música, leer y ver fotografías en su celular.

Cada mañana antes de la apertura sacudía el polvo de las cajas de los juegos de mesa acomodados en los libreros de roble que cubrían casi todas las paredes del establecimiento. Enderezaba los marcos de los pósteres de películas de ciencia ficción y anime de los noventa que decoraban el espacio, molía los granos de café y veía a Rebeca sentada, pensando o intentando recordar qué escribir en el cuaderno que tenía frente a ella.

Un martes de verano en el que caía granizo y una lluvia torrencial, Rebeca se acercó a mí mientras acomodaba los tés y me sugirió que deberíamos tener un gato en el café, para hacerlo sentir más acogedor como en esas novelas cozy japonesas que leía últimamente. Me pareció una gran idea y quedamos que se lo comentaríamos a Lucas. A partir de ese momento la interacción entre ambas cambió por completo. Me preguntaba entusiasmada por los juegos de mesa: cuáles eran los más populares entre los clientes, cuál era mi favorito, cuáles eran los clásicos y cómo diferían de los nuevos, de qué países provenían y cómo variaban por nivel de dificultad. Abandonó sus apuntes, libros y fotografías y comenzó a dedicar sus días enteros a aprender a jugar cada uno de los más de cien juegos de mesa disponibles en La cofradía.

Rebeca se apropió del negocio que solía considerar el hobby de su esposo. Clasificaba los juegos de mesa por categorías. Se convirtió en la encargada de explicar las instrucciones a los clientes que querían aprender un juego que jamás habían jugado, quitándole esa responsabilidad a los meseros. Daba recomendaciones personalizadas preguntando distintas preferencias como si fueran platillos o bebidas. Organizaba torneos de Risk y noches de lotería, con shots de tequila y café de olla al 2×1. Y se desvelaba después del cierre jugando Dixit con Lucas y conmigo.

Vi de primera mano cómo la vida de Rebeca, su nueva vida, se convirtió en un tablero compuesto de todos los tableros en los que había movido fichas, utilizado cartas y empleado estrategias. No eran sus nuevas memorias las que funcionaban como un juego de mesa, sino la arquitectura misma de su existencia: daba pasos lentos, con pausas cortas como si estuviera desplazándose por casillas o pasadizos imaginarios, se embolsaba fichas y billetes falsos cada vez que terminaba de explicar las instrucciones de un juego a los comensales, recolectaba ingredientes y recipientes para hornear (compraba uno por tienda como si cada adquisición representara un turno) y los iba guardando en una tote bag de Scrabble hasta completar la receta. Al iniciar el otoño modificó su vestuario al de las brujas de Salem 1692, y cuando algo no salía como ella esperaba pretendía colapsarse como una torre de Jenga.

Lucas se veía despreocupado, pensaba que actuar como si vivieras en un juego de mesa era la forma de Rebeca de lidiar con el trauma ocasionado por la amnesia. Yo en lo personal creía que iba más allá de las formas de recuperación normalizadas y que entraba en el territorio de lo bizarro. 

Una cálida noche de invierno en la que se vislumbraba una tormenta eléctrica por las ventanas y el estruendo de los truenos opacaba el cool jazz susurrado por las bocinas del café, Rebeca exclamó como leyendo de un teleprónter: ¡eureka!

Corrió hacía la barra donde me encontraba preparando un matcha ceremonial para unos clientes que jugaban King of Tokyo, gritándome que tenía la idea perfecta para nuestro propio juego de mesa. Lo que más me llamó la atención fue su énfasis en la palabra “nuestro”.

Los relámpagos y el matcha eran el punto de partida de la historia que se estaba formulando en su cabeza. Rebeca tomó una de las pequeñas libretas donde los meseros apuntaban las órdenes y escribió en letras mayúsculas el título de nuestro futuro juego de mesa: ZEUS EN NAGANO.

Ella ideaba la historia, las reglas, la jugabilidad y las mecánicas. Yo me encargaba del diseño de los personajes, las losetas y los objetos que te ayudarían a cumplir la misión. La premisa consistía en que cada jugador seleccionaba un dios o deidad de una mitología del mundo antiguo y por medio de la construcción de templos y cartas con habilidades especiales tenías que lograr que la mitología de tu personaje se expandiera a otros territorios, derrocando las mitologías locales. Para ganar tenías que levantar cinco templos y reunir más de mil creyentes antes de que Zeus —el representante de la mitología más popular—, llegara a Nagano, Japón, el territorio más lejano de todos los puntos de inicio del tablero. Zeus se iba desplazando automáticamente al finalizar la vuelta de todos los jugadores.

Entre mis ahorros y parte del dinero que Rebeca obtuvo del traspaso de su estudio de yoga financiamos la producción del juego. Hicimos prototipos iniciales que probábamos invitando a clientes de La cofradía a jugarlo a cambio de un pan dulce gratis. La retroalimentación y comentarios que recibíamos eran palmadas reconfortantes que nos hacían sentir que quizás nuestra idea tenía un futuro plausible en las mesas de los hogares de miles de personas desconocidas.

Aunque la materialización del juego se volvía cada día más real, la cotidianidad de Rebeca se tornaba más a la irrealidad. Creó un juego que se transformó en su vida en el sentido más literal. Asumió el personaje de Freya, diosa nórdica que podías seleccionar en Zeus en Nagano: una diosa relacionada con el amor, la fertilidad y la adivinación.

Rebeca quería bendecir matrimonios. Quería ser la partera de las mujeres embarazadas que iban a La cofradía. Se paraba en medio de la banqueta y gritaba a los transeúntes presagios no solicitados. Decía que todo era para acumular creyentes y pronto poder erigir su primer templo.

Me encontraba ayudando a Lucas con unas facturas cuando Rebeca entró al establecimiento vestida con un manto de plumas y un jabalí a su lado. La mitología nórdica relata que Freya tenía de compañero de batalla a un jabalí mágico llamado Hildisvíni.

Lucas explotó, explotó como solo pueden hacerlo quienes llevan un largo periodo de tiempo autoengañándose y diciéndose a sí mismos que todo está bien. Las facturas salieron volando. Dio pasos estrepitosos que hicieron que Rebeca se asustara y soltara la correa. La puerta del café había quedado emparejada y el jabalí salió corriendo a la calle. Lucas lo siguió, no sé si para evitar un accidente, para regresarlo a donde Rebeca lo consiguió o para sazonarlo y hornearlo.

Se escucharon los gruñidos del animal en sintonía con la defensa de un coche estrellándose contra un cuerpo. Por unos segundos que parecieron horas no supe de qué cuerpo se trataba. Rebeca se paró sobre una silla y levantó los brazos como una diosa recibiendo oraciones y plegarias.

Vi el cuerpo de Lucas sangrando sobre el pavimento. 

Volteé a ver el rostro de Rebeca. El jabalí se dirigía, sin rasguño alguno, a la entrada de La cofradía.

Rebeca murmuró, no sé si a mí o a ella misma: «Eso sucede cuando pierdes a tus creyentes. Ni los dioses pueden existir sin ser recordados. Quizá la siguiente vez planee mejor sus jugadas».

Imagen tomada de Aabicus Archives

Roberto Verduzco-Free (Guadalajara, Jalisco, México, 1989). Docente. Estudió la licenciatura y maestría en Comunicación. Actualmente cursa la carrera de Derecho. Es docente en la Universidad de Guadalajara y ha trabajado en diversos ámbitos, entre ellos la investigación académica, los estudios de mercado y el marketing político. Sus temas de interés son la ciencia ficción, la fantasía, y la educación.      
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Escrito por:paginasalmon

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